Mi mente asocia el concepto «tren» más con la música que con la literatura. No he leído ninguna novela ferroviaria en 24 años (los que tengo), exceptuando esos libros de cartón con dibujos, cuando niño, claro, en los que una locomotora de colorines, con ojos y sonrisa Vitaldent, escupía humo rosa y tenía como misión transportar un cargamento de chuches desde Felizlandia hasta Maravillatown para un niño rubio y pecoso o para una niña con coletas. Extraños en un tren, de Patricia Highsmith, o Asesinato en el Orient Express, de Agatha Christie, no forman parte de mi biblioteca. Quizás me esté perdiendo un par de publicaciones de primer nivel, pero en todo caso, si algún lector decide regalármelas, que sepa que los libros se pondrán a la cola de, por ejemplo (y por este orden), de Socorro, perdón, de Frédéric Beigbeder; de Estaba en el aire, de Sergio Vila-Sanjuán, y de Misery, de Stephen King.
Canciones o discos sobre trenes, decía. Bien. Inmodestia aparte, domino hasta la pedantería el Slow train coming de Bob Dylan, un disco publicado en agosto de 1979, primer miembro de su trilogía de LPs cristianos -los otros dos miembros son Saved y Shot of love-. A mí el gospel no me apasiona ni en las películas de Whoopi Goldberg, pero este CD del cantautor de Duluth (Minnesota) tiene verdaderas joyas del género, como «Gotta serve somebody» o «Man gave names to all the animals» -posteriormente versionada por Joaquín Sabina, con un estribillo que rezaba: «El hombre puso nombre a los animales / con su bikini, con su bikini. / El hombre puso nombre a los animales / con su bikini, ¡qué mogollón!»-. También merece que el aplauso provoque el callo del respetable el tema «Slow train», en la que Dylan se cree Juan Bautista y carga contra jeques, «grandes negociadores, falsos curanderos y misóginos» o «maestros de la fanfarronada», rematando cada estrofa con un «Hay un tren, un tren lento acercándose por la curva».
Más íntima es mi relación musical/ferroviaria con dos canciones del ya mencionado Sabina: «Cuando era más joven» -incluida en Juez y parte, el primer «gran disco» de Sabina, publicado en 1986- y «Yo me bajo en Atocha» -publicada por primera vez en Enemigos íntimos, el disco que sacó junto a Fito Páez en 1998, aunque me quedo con la versión en directo incluida en Nos sobran los motivos, en 2001-. «Cuando era más joven» hizo las delicias de un adolescente que aspiraba a ser Holden Cauldfield pero en manchego. Sabina canta: «Cuando era más joven viajé en sucios trenes que iban hacia el norte«. Yo no sabía que los trenes a los que se refería/refiere el cantautor de Úbeda eran de huida; yo me conformaba con uno que me dejara en Madrid, donde (ay, iluso) me esperaría una vida llena de mujeres, de dinero y de fiestas. Por su parte, «Yo me bajo en Atocha», un «Pongamos que hablo de Madrid» 2.0 y más ferroviario, no hacía otra cosa que confirmar un sentimiento, un presentimiento, llámalo equis: tenía que irme a Madrid cuanto antes, a ser posible, en tren. A Madrid llego en autobús por ser más barato y, en lugar de en Atocha, yo me bajo en Méndez Álvaro. Mis relaciones con los trenes no han sido demasiado íntimas. Los he utilizado en situaciones extremas, en las que la prisa exigía algo más que viajar a 100 por carretera, o en momentos en las que creía que el transporte ferroviario ofrecería más confort en relación calidad/precio que un autobús. Casi siempre he errado en esto. Por ejemplo: no viajen desde Madrid o Ciudad Real hasta Granada en tren. Les costará unos 60 euros (billete de ida y vuelta) y tardarán seis horas; en cambio, el autobús que sale desde Méndez Álvaro hasta Granada vale 32 euros (también ida y vuelta), o valía, y no tarda más de cuatro horas y media en llegar.
Mi relación con los trenes se estrecha con constricción y hasta la asfixia desde el miércoles por la tarde-noche. Olympique de Lyon y Real Madrid juegan un amistoso de verano, Lisandro López le marca el segundo gol al maltratado Adán y el comentarista de Antena 3, Antonio Esteva, informa de que ha habido un accidente de tren cerca de Santiago de Compostela en el que puede haber un alto número de muertos. A mi lado se encuentra Enrique Sánchez, amigo de primera e infógrafo reciente de La Razón. Su madre lo llama por teléfono: cree que ha habido un atentado en Santiago de Compostela. Hacemos zapping por la televisión buscando una información digna sobre el suceso. Descartamos la opción y nos enganchamos a los digitales. Se enciende el piloto rojo mental que te dice: «Mañana será un día de trabajo duro». Me acuesto antes de lo previsto. Pasada la medianoche me llama el periodista Jesús Nieto Jurado: «Francesillo -me dice-, vámonos para Galicia que se está liando parda». Le digo que sí, que estaría muy bien marcharse, pero que imagino que me tocará cubrir el accidente desde la redacción de Libertad Digital, medio en el que trabajo. «Ya van más de treinta muertos, ¿no?», le pregunto. «¿Treinta? Unos huevos. La última cifra asciende a 45», me responde.
El jueves llego puntual a la redacción por primera vez en todo el verano. Hay urgencia de noticias, de novedades, de estar a la que cae, de tener el periódico actualizado al segundo. Pilar Díez, redactora jefe, me dice que busque unas palabras del maquinista, que por lo visto había confesado, por teléfono, que superaba en más de 100 kilómetros por hora la velocidad permitida en el tramo. La pantalla del ordenador es okupada por la web de La voz de Galicia, por la de la Agencia Efe, por la de Europa Press, por la de El Mundo, por la de El Faro de Vigo, y así. En esRadio entrevistan a un consejero de la Xunta y al secretario general del SEMAF, sindicato de maquinistas, Jesús García Fraile. Libertad Digital echa humo, Luis Fernando Quintero investiga las posibles causas del accidente y los periodistas de la delegación gallega nos envían sus informaciones. Yo recojo los testimonios de testigos o de heridos: Tomás López Lamas escribe sin tapujos: «Mi hijo ha muerto»; Ricardo Martínez, vecino de Angrois, describe: «En los vagones había muchos muertos y tuvimos que mover cadáveres para sacar heridos»; Mari, también vecina de Angrois, cuenta en El País: «Vi venir un torpedo enorme de polvo y ruido. Pensé que era el tren, se venía contra mí y me eché a correr».
Como profesional, como persona que, pese a haber estado estudiando cinco años (y pico) Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid, todavía mantiene la ilusión y el gusto por este trabajo/oficio/profesión, lo primero que lamento es el hecho de no poder ser testigo directo de lo que está ocurriendo en Angrois y en Santiago: escribir o informar desde la distancia no es lo mismo que contar in situ lo que tú mismo ves, lo que a ti y solo a ti te cuentan, lo que tú sientes y lo que los personajes allí presentes sienten en un momento tan delicado, terrible y necesario de detallar sin caer en el morbo. Aceptas con resignación y te dejas los cuernos en informar desde lejos, porque es verano y buena parte de la plantilla está de vacaciones, porque tú no lo estás y porque eres una pieza necesaria en la redacción, y punto en boca: son razones más que suficientes para no moverte del lugar en el que te encuentras, aunque escueza.
Tu rol consiste, digo, en tener las noticias actualizadas al segundo, en estar pendiente de todo tipo de declaraciones y comunicados oficiales, en tomar nota del discurso del presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, orgulloso «por la respuesta del pueblo gallego» ante una tragedia tan terrible y quien decreta siete días de luto oficial en Galicia. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, abandona Madrid a eso de las nueve de la mañana y llega pronto a Santiago; en la noche anterior, un comunicado de Moncloa rezaba: «Quiero transmitirle mi más sentido pésame por la pérdida de vidas humanas y cuantiosos daños materiales que ha traído el terremoto que ha tenido lugar esta madrugada en Gansu«. Los usuarios de las redes sociales no desaprovecharon la oportunidad y atizaron, con razón, al Gobierno por este exceso de «copia y pega». Al margen de este error, parece que por fin los políticos están a la altura: buena parte de ellos se desplazan a Santiago -algunos, como el coordinador federal de IU, Cayo Lara, incluso dona sangre-, se celebran (¿celebran?) minutos de silencio en el Congreso y en otras instituciones, se suspenden las agendas. Nobleza obliga, aunque solo sea por esta vez, a felicitarlos.
Mientras, las víctimas mortales se siguen traduciendo en números ordinales: para el político, para el policía o para el periodista es mucho más fácil informar de que 80 personas han perdido la vida, a decir, por ejemplo, que Fulanito de Tal ha fallecido o que Menganito de Cuál, padre de tres hijos, también ha muerto. El goteo de testimonios no cesa pero el estrés no deja paso a la emoción: tienes que estar en alerta constantemente, estás trabajando, tú deber consiste en informar a tu lector, y no puedes permitirte el lujo de involucrarte, con excesos, en el asunto.
Te sientes orgulloso de Galicia y de España. Tú, que te apuntaste a las tesis de Machado -«una de las dos Españas ha de ha helarte el corazón»- o a las de Pérez-Reverte, que viene a decir que somos un país de malandrines. La reacción de los testigos, de los vecinos, del pueblo gallego en general y del español en particular es ejemplar. Sientes envidia sana y te gustaría decir: «Soy gallego, carallo«, porque puedes buscar «Galicia» en un diccionario de sinónimos y encontrarte con acepciones como «solidaridad», «honor», «orgullo» o «dignidad». España, un país tan dado a centrarse en encontrar al culpable y a condenarlo, a picotear entre la carroña, por un día, se olvida de sambenitos y de delaciones y se centra en socorrer a quien necesita socorro. El título de un artículo de Rubén Amón en El Mundo resume perfectamente lo ocurrido: «Si te dice que Caín».
Al día siguiente, viernes, buena parte de los medios señalan sin tapujos al maquinista, Francisco José Garzón Amo, como principal culpable de lo ocurrido. El panorama mediático español no tarda en cansarse de hacer de poli bueno. La Razón se erige líder de la cruzada y hasta se presenta en el barrio en el que vive el conductor, en plan Aquí hay tomate. Libertad Digital adopta una postura prudente. Parece ser que al señor Garzón, de expediente intachable, le gustaba correr con la maquinita. Antes de que ocurriera el siniestro, había dicho que iba muy rápido, a 190 kilómetros por hora; después hablo de 200. A media mañana, el comisario jefe de la Unidad Central de Coordinación de Policía Científica, Antonio del Amo, y el jefe superior de Policía de Galicia, Jaime Iglesias, ofrecen una rueda de prensa. El primero dice que el balance de fallecidos es de 78. Preguntan los periodistas: ¿no habían muerto 80 personas? «Se trataba de fragmentaciones«, explica. Por su parte, Iglesias cuenta que Garzón Amo fue detenido en la tarde-noche del jueves por «imprudencia». En la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, el titular de Interior, Fernández Díaz, viste de riguroso luto junto a Soraya Sáenz de Santamaría y a Cristóbal Montoro. Preguntado por el asunto, Fernández Díaz no cuenta nada interesante. Los que esperábamos alguna declaración que destilara Opus sobre el asunto nos vamos de rositas.
Termina mi jornada laboral del viernes al finalizar la rueda de prensa de Montoro, Fernández Díaz y Soraya (no sé por qué a la vicepresidenta se la llama antes por su nombre que por su apellido, pero es un hecho). Continúo informándome sobre el accidente de Santiago, escuchando más testimonios de heridos/supervivientes/testigos/héroes, pendiente de declaraciones oficiales, atento a la declaración del maquinista y rezando por que no aumente el número de fallecidos, que asciende a 79. Desde el miércoles, cuando digo tren no digo Dylan o Sabina, sino accidente ferroviario de Santiago. Yo creo que el cantautor jienense, tan dado a escribirle versos a la actualidad, ya está tardando en marcarse un poema o en componer una canción de las buenas sobre el tema. «Yo me bajo en Angrois, ¿y usted?» no me parece un mal título.