El Rey cumple 76 años aferrándose al trono

El Jefe del Estado español, Juan Carlos I, cumple este domingo 76 años mientras espera que el juez José Castro comunique su decisión sobre si imputa o no a la hija del monarca, la infanta Cristina, por delitos contra la Hacienda Pública y blanqueo de capitales por su presunta implicación en el caso Nóos, y mientras un 62% de sus súbditos piden su abdicación.

A sus 76 años, Juan Carlos I es el rey de una España cada vez menos juancarlista y cada vez más felipista -en el sentido de su hijo, el príncipe Felipe, y no del expresidente del Gobierno-, que cambia más de canal cuando -casi- monopoliza en Nochebuena las televisiones de todos los hogares con su discurso, y con quien ha perdido progresivamente empatía desde que, en 2012, tuviera que pedir perdón a los españoles por haberse caído durante una cacería de elefantes en Botsuana.

En 2013, el Rey continuó siendo un suculento bufé informativo para la prensa, bien fuera por su “entrañable” amiga Corinna, bien por sus numerosas tournées por los quirófanos -el 3 de marzo, por una hernia discal; el 24 de septiembre, primera operación de cadera; 25 de noviembre, segunda y definitiva… hasta el momento, quiere decirse-, o bien por el barro que salpicaba del charco en el que están metidos su hija, la infanta Cristina, y su yerno, Iñaki Urdangarín: el caso Nóos, un verdadero “martirio” –Spottorno dixit– para el monarca. Para defender a su vástago -”vástaga”, que dirían Soraya Rodríguez o Bibiana Aído-, Juan Carlos I fichó como abogado a Miquel Roca Junyent, un ‘padre de la Constitución’ que, este año, afirmó que el Tribunal Constitucional no le merecía ningún respeto.

En su intermitente agenda destacó un encuentro por encima de todos: el 30 de octubre, tras la sentencia del TEDH que instaba al Gobierno a derogar la doctrina Parot, el monarca recibió en el Palacio de la Zarzuela a Mari Mar Blanco, a Ángeles Pedraza y a Tomás Caballero. Además, para su discurso navideño, escogió una foto del encuentro y quiso compartir el dolor de las víctimas en “momentos difíciles”, si bien su parlamento no pasó de ahí. En esa ocasión tampoco habló con claridad del desafío nacionalista catalán, y eso que en algunos pueblos de la región, como Alcanó (Lérida), retiraron su nombre de las calles.

Así, y pese a las encuestas y a las peticiones de Iñaki Gabilondo o del primer secretario del PSC, Pere Navarro, el Rey cumple 76 años sin intención alguna de abdicar, concediendo entrevistas con grandes dosis de Photoshop a ¡Hola!, y con intención de volver a su trabajo: este lunes presidirá la celebración de la Pascua Militar, a la que también acudirán el presidente Rajoy y los ministros de Defensa, Pedro Morenés, y de Interior, Jorge Fernández Díaz.

Además, la semana que viene asistirá a una reunión con el ministro de Asuntos Exteriores japonés, Fumio Kishida. Por su 50 cumpleaños, la infanta Elena concedió a Efe una entrevista en la que declaró que su padre le transmitió a ella y a sus hermanos “la cultura del esfuerzo”: quizá la no abdicación del Jefe del Estado sea la mejor prueba de su adicción al trabajo. Como en la ranchera de José Alfredo Jiménez, Juan Carlos I seguirá siendo Rey -al menos, por ahora.

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El nuevo traje de ‘El Mundo’

Escribo mientras comparto butaca con Luis María Anson, así, sin tilde. Es curioso: él, con su pelo de plata, sus arrugas en la jeta, porta una tablet/iPhone/equis, como se llame; yo, veinticuatroañero, miembro de la generación Facebook/Whatsapp, gasto cuadernito de cuadros y bolígrafo de propaganda. Será cosa del sueldo. Me hallo en el Medialab-Prado, un sitio azul y tecnológico, cubriendo la presentación de la «nueva piel» de El Mundo. Me encuentro con Jesús Nieto rondando por los matorrales humanos y trajeados de la jet, la gente VIP de la tecnología. El columnista de El Mundo de la Tarde me pide que lo cite en mi artículo -¿qué trabajo me cuesta?- y telefonea a Raúl del Pozo, el maestro sabio y bueno, quien me envía un abrazo a través del éter -yo le correspondo con otro, faltaría más-. El periodista de Cuenca dice que no viene al acto porque está «a tomar por culo» -de donde él vive, se entiende-. Asiste también Núñez Encabo, profesor de mi facultad, presente en el Congreso el día aquel en que un paleto con tricornio y bigote, con tantos huevos como poco cerebro, acojonó a la nación de naciones, que diría Zapatero. Abandono la sala principal para dirigirme al -Señor, perdóname por utilizar este palabro- photocall. Me topo con Su Ilustrísima/Su Majestad/Macho Alfa/y sinónimos así, me topo con, decía, Pedro J. RamírezLe saludo, le digo de donde vengo y me atiende con simpatía. Se muestra orgulloso cuando dice que no ha invitado «ni a políticos ni a famosos«, quienes están en el 15º aniversario de La Razón, entre príncipes de Asturias y belenes-estébanes. Vuelvo a la sala. Los camareros sirven vino blanco, vino tinto, zumos de cuatro/cinco tipos, champán. El Mundo cambia de piel y hay guapa gente de derechas, volviendo al padre Umbral, celebrándolo. Primero habla el presidente de Unidad Editorial, Antonio Fernández-Galiano; después, Pedro J. llena su intervención de «relaxing cup of coffee», de Alicia en el País de las Maravillas y de un cuadro robado de Rembrandt. Dice el director del periódico que «algún magnate seguirá mascullando, como la Reina de Corazones, ¡que les corten la cabeza!» y que, para evitar la decapitación, han tenido que «reconvertirse». «Necesitamos recuperar la rentabilidad para defender la independencia», añade. Me gusta El Mundo por ser, ante mis ojos, al menos, el gran diario más independiente que hay en España. Que así sea por los siglos de los siglos.

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Tripulación de refresco

El centro de Madrid sufre el bullying higiénico de la lluvia que destruye -al menos, temporalmente- esa capa de smog que provoca toses, cánceres y encabronamientos, según los científicos y/o los ecologistas, «depende», que cantaba Jarabe de Palo. No hay activistas de Femen ni manifestantes pro-vida, o como se diga, en el Paseo del Prado, que se muestra húmedo, nuboso, más limpio que de costumbre por culpa de la tormenta, como colmando de argumentos a Ana Botella, alcaldesa no soberana -a los votos me remito- de la Villa, que dice/dijo que en la capital del Reino de España no hay tanta mierda por metro cuadrado en comparación con otras capitales europeas. El Paseo del Prado, decía, más vacío que de costumbre, por eso del fenómeno meteorológico que moja, que cala, que empapa, y los viandantes caminan bajo el refugio de su paraguas, salvo el imbécil que aquí escribe, que atraviesa con la cabeza indefensa la vía, hasta llegar al hotel Ritz. ¿Que si me alojo ahí? Anda, cachondos. Hasta donde yo sé, el único periodista que vivió/residió ahí fue mi admirado Julio Camba, durante trece años. Yo no soy Camba; apunto más a lo precario.

El secretario general del PSM, Tomás Gómez, protagoniza, o eso espera, un desayuno informativo organizado por Nueva Economía Fórum. Telonea al socialista madrileño la exministra Carme/Carmen Chacón, según la campaña electoral, según la geografía del mitin. La «niña de Felipe» -González, hombre, presidente y fundación de fundaciones- recita su cantar de gesta federalista, sin miedo, con Corcuera ausente, y suelta una pulla indefinida, no se sabe si al Gobierno de Rajoy, no se sabe si a los machos/hembras dominantes de su no-partido, pues ella es militante del PSC, y a las palabras de su primer secretari me remito. Chacón regresa de Miami para presentar, expresamente, a Tomás Gómez. Quizás sea el jet-lag, quizás anoche vio Aterriza como puedas -no veas qué risera me da esta película-, pero la exdiputada tira de la aviación como metáfora para exponer que hay dos visiones de la crisis: la primera, que es la que sostiene que estamos «atravesando una zona de turbulencias» y que «saldremos»; la segunda, que afirma que «el avión tiene problemas y debe pasar por el taller», con una «tripulación de refresco que hable otro lenguaje» y que «movilice emociones». Ríete tú, con esto, de la dialéctica marxista.

Chacón sugiere sin aclarar, y el discurso de Tomás Gómez, bueno, pues como que pasa a un segundo plano, más aún cuando el líder -bueno, «líder»…- de los socialistas madrileños, gentilmente, nos otorga a los periodistas, a través de su disciplinado personal, una copia transcrita de su discurso, que mide ocho caras, que habla de Cataluña, que critica a la derecha, y que dice que los socialistas son herederos de la Ilustración. Servidor aparta su cuaderno azul y carca y su bolígrafo de propaganda; los cambia por un trozo de bizcocho, por un sandwich de jamón cocido, queso y piña, y por un vaso de zumo de naranja, con grumos, y que sabe mucho mejor que ese de 65 céntimos que compro en el Carrefour de Andrés Mellado. Frente a mí tengo a Esther Palomera, una periodista de La Razón a la que admiro, qué raro se me hace esto, y no detallo más.

Finaliza el acto y, en el pasillo que comunica la sala donde se ha celebrado el desayuno con el vestíbulo del hotel, los periodistas allí congregados formamos una marabunta en busca de respuestas: ha venido Chacón, desde Miami, donde las playas y las chicas en bikini de las series de los 80, y nuestro deber, como profesionales, es el de preguntarle lo que nos dé la real gana. Pasan los minutos. Chacón se toma su salida con paciencia, como los toros mansos que intentan reconducir al bravo indultado hacia un toril. Conversa, entre otros, con la periodista Margarita Sáenz Díez, y alguien anuncia que no hará declaraciones. Vuelvo al pasillo, como para hacer piña, y saludo a Gema Huesca, de Europa Press TV, dueña de una bitácora muy interesante. Crece la indignación entre el personal, hasta que se oye sin oírse el «chsss, que viene, que viene». Y Chacón, escoltada por Tomás Gómez y por el expresidente de Castilla-La Mancha, José María Barreda, elude pronunciarse sobre su «tripulación de refresco», como escondiendo la mano de una piedra que arrojó hace un rato, y los compañeros preguntando, y ella, antes de huir por una puerta anexa -guiada por Barreda, joder, paisano-, zanja así el compromiso: «He hecho 8.000 kilómetros para apoyar a Tomás -Gómez-. Hoy es su día». Al segundo, un colega, en el pasillo, se cagaba en la puta.

Casi muertos

Nos están matando. Nos atizaron con asignaturas víricas en la carrera de Periodismo (¿carrera?, perdón por el exceso de humor negro), nos quebraron las piernas en el paro, nos exiliaron en la desidia, cuando no nos oficializaron, convirtiéndonos en correas de transmisión, en meretrices de políticos, banqueros, empresarios, sindicalistas y demás deidades de marca dorada, sepulcros blanqueados, que decían los Evangelios. Que el Periodismo no es lo que era es algo tan evidente como que los peces respiran por branquias y que las urracas, los cuervos y las cornejas son los primeros que avistan los cadáveres de animales que, horas después, acaban de ser devorados por los buitres -leonados y negros, en la geografía nacional-. Los que quisimos ser reporteros, los que quisimos estar en la calle, descubrir historias y contarlas al mundo, los que vivíamos el Periodismo y, especialmente, el reporterismo, como una necesidad vital, estamos, profesionalmente, casi muertos. Almuerzo con Alberto Rojas y con Raúl del Pozo. Los envidio con salud/sanidad, antes de que Ana Mato acabe definitivamente con ella. Escucho más que hablo, y Alberto dice, entre muchas otras cosas, que «es lo que es» -un grande; esto lo suelto yo- porque ha trabajado con verdaderos sabios de/en la materia; de Raúl del Pozo, ¿qué contar? Es un maestro bueno, el espalda plateada de El Mundo, un reportero que hace columnismo. Cuando el periodista de Cuenca informa, una gaviota se caga de miedo. Ahora, los periodistas no quieren ser reporteros, sino columnistas, y pienso que eso, salvo en contadas excepciones, se debe a que la carrera se ha llenado de escritores frustrados. Creo que nunca seré como Rojas y del Pozo, porque ahora, a los medios, no les interesa el reporterismo ni los reporteros. Se limitan, en el mejor de los casos, a conservar a los que tienen, cuando no los van despidiendo poco a poco. De fomentar la cantera ni hablemos. El equipo filial del reporterismo español está lleno de cadáveres, es un ejército de no-muertos. Los periodistas jóvenes, los ‘afortunados’ que tenemos ‘trabajo’, nos ceñimos a la necesidad, a la supervivencia, y el primer escalón de la pirámide de Maslow no pasa por el reporterismo, o viceversa, no sé. Me dijo otro maestro, Antonio Lucas, que el Periodismo español está en tan mal no solo por culpa de la crisis, sino porque hemos bajado el nivel informativo. Amén jefazo.

Lo más parecido a un hermano

Lo más parecido a un hermano (masculino, singular) que yo tengo se llama Francisco García Valenzuela MongePaquillo, en lo habitual. Tengo una hermana, claro, y la quiero como tal, hasta el hueso, con pasión infinita. Pero la camaradería, el consejo machorro, el hecho de haber compartido noches, piso, miedos, consejos, botellas y momentos clave de la vida -suena cursi, pero las cosas son como son, y punto- durante 7 años de amistad pura, ininterrumpida y creciente, hacen que no pueda referirme a Paquillo sólo como un amigo, porque faltaría a la verdad y, lo peor de todo, me faltaría a mí mismo (soy un poco ególatra; es una pega mía).

El Paquillo se me va a Irlanda a cuidar a un viejo y a aprender inglés, huyendo de esta España que respira conectada a una máquina y que, en cualquier momento, puede empezar a emitir el timbre fatal y final de la muerte, el grito sordo de la revolución, o el suspiro que asiente y que se traduce por un «qué le vamos a hacer». Yo, que no gasto de whatsapp, o como se diga/escriba, le dije ayer a mi hermana: «Oyes, pregúntale a Paquillo por su crema maquilladora». Lo de la crema maquilladora no es ninguna mariconada. Ocurre que, el sábado pasado, Paquillo, Tomás y el menda salimos de fiesta por Granada. Paquillo me prestó un poco de su potingue y, bueno, se taparon los granillos, cogí color, y el resultado sexual fue, digamos, de notable -y no hablo más, porque no viene al caso-.

El whatsapp, decía. Yo le dictaba a mi hermana, que domina la cosa esta de la nueva telefonía móvil como los ángeles, y ella transcribía, y Paquillo respondía, y así. Tanto mi amigo como yo nos pusimos sentimentaloides, y mi hermana se rió, y yo, que acababa de llegar de hacer ejercicio, hice mi última tabla de abdominales -hay que eliminar el flotador del verano sea como sea- y me duché. No me gusta nada, no, mejor dicho, me toca los cojones sobremanera, que Paquillo se me vaya al extranjero por tantos meses. Ya lo hizo el año pasado, marchándose con su novia Noora a Finlandia, y hablamos por Skype, Facebook y todo eso. Nos volvimos a encontrar en Nochevieja, y luego no tardó en regresar a Madrid para terminar la carrera. Aquel primer exilio voluntario de Paquillo, por llamarlo de alguna forma, me escoció, pero como sabía que el escozor tendría fecha de caducidad, pues lo llevé bastante bien. Ahora se me va hasta no sé cuándo y, como ya he dicho antes, jode. Jode mucho. Sé que lo veré en Nochevieja, y sé que vendrá a Madrid y se quedará en mi casa cuando tenga que hacer exámenes, y sé que seguiremos hablando, charlando, confesándonos con elegancia y periodicidad, y sé que Tomás se me queda en el Foro, que eso también es un lujo, qué digo lujo, lujazo, oigan, no saben/sabéis (he perdido el hilo del tuteo) la alegría que me dio el Tomasín cuando me contó la noticia.

Pese a alguna diferencia, pese a algún debate, puedo afirmar con rotundidad que Paquillo es, de todos mis amigos, quien más se parece a mí, con quien más me compenetro, quien mejor me entiende. A una exnovia mía le inspiraba cierto temor, porque la fama de Paquillo, hasta que conoció a Noora, fue la de folletti, y claro, mi exnovia me decía que haber qué hacía, que haber qué bebía, que haber con quién hablaba: «A ver qué haces, a ver qué bebes, a ver con quién hablas». Lo que no sé si sabía mi exnovia era que, precisamente, Paquillo fue mi freno en más de una ocasión, cuando la relación del uno con su una ya agonizaba, cuando iba al Palace o a Joy con los colmillos arañando el suelo y con quince o veinte copas de más, le tiraba a una guiri a los morros y, de repente, la mano del Paquillo agarraba mi cuello, como si yo fuera un perro con correa, me ponía firme y me decía: «¡No pongas los cuernos!», y me soltaba un discurso moralista que me hacía sentir muy mal y que, a veces, derivaba en una llamada telefónica a mi ex, en plan: «jo, si estuvieras esta noche conmigo».

Paquillo, aunque escribe peor que yo, es un maestro de la metáfora. Entre él y un servidor inventamos la «filosofía sexual de Jurassic Park». La cosa comenzó hace un par de años, cuando vivíamos en la calle Ferraz. Pusimos unos vídeos en Youtube de Parque Jurásico y hacíamos comparaciones de nosotros mismos cuando entrábamos a ligar a una discoteca. Con la tontería, yo me quedé con el rol del Velociraptor, un bicho que, cuando divisa a su presa, mete la quinta y se lanza con las garras por delante y atacando a muerte, más hábil que fuerte, y con no tantas probabilidades de éxito como el T-Rex, pero sí que con más, por ejemplo, que el Compsognathus. Paquillo me decía que había que ser como el Dilophosaurus, el bicho que escupe veneno y que se come al gordo: aparentar que somos bonicos y, cuando la presa menos se lo espere, zas, a la yugular.

El fin de semana pasado se lo decía a Tomás y a Paquillo: con las cosas que nos han pasado, debería escribir un libro. Ellos, prudentes, optaron por la reserva, y yo que les respeto. Así, como han podido comprobar, en este texto no hay demasiadas intimidades ni situaciones comprometedoras. Pero sí que quería teclear unas mínimas palabras de homenaje, para que quede también por escrito, en plan contractual, como los matrimonios, que para mí, Paquillo, es algo más que un amigo -«no me toca nada y es mi hermano», dice Sabina de Serrat en «Mi primo el Nano»-, que creo/sé que también es a la viceversa, y que pese, a que me joda la hostia en verso que se me vaya al extranjero, me alegro mucho por él, porque sé que es lo que él quiere y necesita.

Perdón por la mariconada.

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Amistad y peste en el botellódromo de Granada

Si Madrid es la esposa paciente que me sofoca en las noches de agosto, Granada es la amante bianual que me suministra experiencias, perdón por el tópico, inolvidables, de esas que marcan tu biografía. Granada, ciudad del último rey moro llorica y de Isabel y Fernando, cuenta con una Alhambra patrimónica y universal, con una catedral imponente, con un Albaicín hippy, con 2.126 bares -un local por cada 112 granadinos, según datos de 2012- y con un número infinito de ‘shawarmas‘: restaurantes turcos, árabes y hasta indios, mucho más conocidos aquí, en los madriles, por ‘kebabs’, que sirven una carne irresistible de origen desconocido, aunque se nos dice que de pollo, de cordero o de ternera, bañada en salsas, repleta de verduras y compactada en una torta no sé si de harina, no sé si de maíz, depende del sitio, creo. Mi amigo Manolo podría marcarse un reportaje del copón sobre estos platos.

Veo más bares llenos en Granada que en Madrid. Sus terrazas no son campos de ocio callejeros para la élite -«elite», insistía que escribiéramos una profesora de primero de carrera- y el pueblo llano las ha conquistado sin pegar tiros y sin acampadas. La culpa la tiene la oferta, sencilla, buena, bonita y barata: la mayor parte de esos dos mil y pico locales ofrecen un botellín de cerveza, o un vaso, depende, más un pincho generoso -al menos, en cantidad- por solo dos euros: mientras el bar medio de Madrid, por ese precio, te ofrece una tapa con banderillas, aceitunas o frutos secos, en Granada te sirven una hamburguesa, un plato de carne en salsa o una cazuelita con patatas al ali-oli, y olé.

Granada también cuenta con un botellódromo, un «espacio de ocio para la juventud granadina», según declaró en 2008 el alcalde de la ciudad, el popular José Torres Hurtado. El botellódromo se ‘inauguró’ a principios del 2007, al amparo de la ‘ley-antibotellón’ autonómica, que permitía a los ayuntamientos regular y fijar espacios para estas eucaristías laicas, etílicas y pornográficas -a veces-. Con razón, pese a los escándalos de los EREs fraudulentos, los socialistas siempre ganan (las próximas también las ganarán de nuevo, ya verán) las elecciones andaluzas.. El botellódromo, decía, está situado en la zona del Hipercor y la Huerta del Rastrillo, paralelo a una de las salidas hacia la autovía A-44. En enero de 2013, el diario Ideal publicaba que el Gobierno municipal se planteaba su cierre. Mis amigos aborígenes y yo estuvimos tajándonos el fin de semana pasado y no vimos ninguna máquina demoledora ni a ningún agente de policía prohibiendo la entrada al recinto.

En el botellódromo hay bancos, poyetes y servicios invisibles. La gente suele mear en una pared con vistas a la carretera. Por lo visto, la zona se pone a reventar de jueves a sábado, de septiembre/octubre a abril/mayo, cuando los universitarios empiezan/regresan a las clases. En la fiesta de la primavera, que se celebra a finales de marzo, se han llegado a congregar hasta 25.000 personas -cifra de 2010, facilitada por un portavoz de la Policía granadina-. El calendario y la calima pegajosa nos dicen que estamos en agosto. El viernes pasado habría, como mucho, un centenar de borrachos -incluido yo, por supuesto-; el sábado había más personal. El plan prototípico es el siguiente: tomarse unas copas en el lugar y, al rato, marchar hacia una discoteca. Yo creía que las discotecas de Granada tenían mejor fama, pero mis amigos me dicen que son caras y se limitan a recomendarme la archiconocida Mae West -háganme caso: no hay una discoteca tan cojonuda en todo Madrid como esa- y el Babilonia. Las dos noches en las que salí/salimos acabamos en la primera; a la segunda quisimos ir el sábado, pero se nos torció el plan por culpa del conductor de un autobús azul que tenía un logotipo que rezaba «Mulhacén». El tipo, en teoría, es el que ejerce de locomotora comercial borrachos-discoteca. Se bajó del vehículo muy animado -no me atrevería a decir que estaba drogado o borracho, de ahí mi prudencia-, charló con unas niñas muy guapas, subió a 4-5 al bus, y se las llevó a no sé qué plaza. Hay testigos. Viva la responsabilidad laboral.

Viernes. Llegamos al botellódromo y propongo ubicarnos en un poyete en el que hay tres niñas sentadas. Adivinen por qué. Mi amigo Enrique se da cuenta, yo me hago el longuis, y Paquillo me secunda -no por las damas, sino por que el otro está lleno de barro-. El olor a orina de borracho nos obliga a mudarnos a otro pollo. El gran Tomasín, anfitrión generoso y camarada depredador, se carga demasiado la copa y vierte un poco de ron Almirante dentro de la botella. Qué es esto, le pregunto. Bah, unas babillas, no pasa ná, me responde. De peores sitios he bebido. El sábado pongo de moda el azote pacomartinezsoriesco en el culo por un motivo que no viene a cuento. El primero en sufrirlo soy yo, me cago en la zarpa de Manolo, antes nombrado. Por su cumpleaños, Álex nos invita a tres botellas de ron y el personal le regala unas botas que tiene que descambiar; Joaquín, un barbudo de primera, nos trae a Marc, un catalán de los que caen de puta madre -del Real Madrid y todo-; Luisro cuenta chistes tan geniales como subnormales; Noora se besa con el Paquillo, que para algo son novios y se quieren; Enrique me cuenta el chiste de la noche -sobre un borracho, una rubia y un bocadillo de lomo-; Lucía, fotógrafa para la ocasión, insinúa tetas nuevas y flamantes y yo le hago una broma sobre Messi Cristiano Ronaldo, qué evidente, la hostia; Alberto Martín se tiene que ir pronto, porque la noche anterior estuvo de boda, y Alberto Santas, coladito y babeante de/por su jai, compite con Nacho en una batalla de chistes malos. Como diría Amaral: son mis amigos. Y jodó, qué nivelazo tienen.

Sobre lo ocurrido en las discotecas…, bueno, lo contaré cuando esté casado, haya sentado la cabeza y tenga un par de hijos. Será una excusa perfecta para hundir mi matrimonio.

Si es que lo llego a tener.

La prima Condesa

Uno se da cuenta de que ha abusado del garrafón del Palace o del Moondance cuando quiere acordarse de algo, elegir un número cardinal para concretar una fecha y, tras pasar un buen rato de divagación, de estrujamiento cerebral, de tostón reflexivo, vuelve al punto de partida, del de donde, en realidad, nunca ha partido, y resulta que sigue quedándose en la duda. Por tanto, lo dejamos en que hace tres o cuatro años, no sé, caminando por la calle Preciados, me encontré a mi amigo David García vestido con una camisa roja de leñador –que no de leñador rojo, aunque lo mismo- y colgando uno de los bigotes más negros, poblados y feos que he visto en mi vida. Parecía el vello púbico y sucio de una aborigen amazónica. El motivo de ese gato negro putrefacto era, me dijo, el de hacer la gracia en el cumpleaños de Lara, la novia de su amigo José/Soto. Me propuso que fuera con él y yo acepté de buen gusto, imaginando el proceso inquisitorial, el sambenito atroz, el escarnio público que generaría en el personal su mostacho. Como en las últimas películas de Woody Allen, la cosa no fue para tanto.

David y yo nos plantamos en la Cervecería San Julián, que está en la calle de Alberto Aguilera, frente a una universidad a la que van a estudiar pijas que huelen muy bien y que están tremendas. David me presentó al personal, saludé a José/Soto, felicité a Lara, me pedí una caña, José/Soto y Lara soltaron un “¡ah, que tú eres el Francesillo!”, formaron con David un trío del descojone, yo les miré con cara de perdido, como Lucía Etxebarría dando un paseo por la Real Academia de la Lengua, me pregunté “¿qué coño?”, les pregunté “¿qué pollas?”, y entonces se apareció en mi mente la explicación y me recordé, Umbral mediante, que, en primero de carrera, David me puso de mote “Francesillo”, como el niño pícaro y recadero de putas de las novelas del citado escritor. Ah, claro, jaja, sí, ahora caigo.

Proporcional a los centilitros, decilitros y litros de alcohol que entraban en mi cuerpo caña a caña, como dirían los Estopa, fue el aumento de la confianza, de la risa, de la guarrería, del desafío. A Lara le conté desventuras sexuales, de esas en las que yo salía perdiendo siempre, y ella respondía con burradas. Con José/Soto hablé de Bob Dylan. Recuerdo que me puso a prueba: “Illo, venga, dime diez canciones de Dylan, pero no me vale ni ‘Like a rolling stone’, ni ‘Blowin’ in the wind’, ni ninguna de esas”. Yo le enumere las que conforman Time out of mind, publicado en 1997. José/Soto se rió y me dijo: “Bueno, bien”.

Aquella noche finalizó en el Mona Lisa, un local que está entre Tribunal y Bilbao, frecuentado por hipsters, por estrechas, por hipsters estrechas y por estrechas hipsters. Todo en plan homogéneo y moderno. Bailé mucho con Lara, le tiré los tejos a un par de tías del local, me comí los mocos. José/Soto me retó, si besas a David te invito a una copa, y el por entonces Nietzsche de Algeciras, implacable y furtivo, como el cazador de Jumanji, me besó inesperadamente, buah, qué asco, y el personal partiéndose el ohio, y yo reclamando mi copa, y José/Soto: “Una polla, ha sido él quien te ha besado, no tú”.

Luego David me invitó a la copa. Menos mal.

Nos caímos muy bien, nos agregamos a Facebook, nos vimos ocasionalmente, nos fuimos haciendo amigos, nos hicimos amigos, empezamos a quedar más, y así. Cada encuentro con Lara degeneraba -y degenera- en una maravillosa conversación en la que, lo raro, era -y es- que no se sacara a colación el sexo anal, el sadismo, mis nuevas desventuras sexuales, habituales, diferentes, literaria y jodidamente reales. Ella opinaba –y opina- y aplicaba –y aplica- moralinas/moralejas amorales, como un negativo de Samaniego. Alguna vez he pensado en llevarme la grabadora y almacenar estas charlas, para después transcribirlas y recopilarlas en un libro de relatos.

El caso es que cada vez nos fuimos viendo más, y las conversaciones guarras, en estos encuentros, se convirtieron en un hábito. En primavera se me ocurrió un relato obsceno, surrealista, homosexual y porno; Lara me dio, generosa, lírica y vírica, el título: La mitad del cromosoma. Poco después nació Veso Negro, y con ellos Sir Filis, Fígaro Caliente, Candy Daisy, Gone O’Real, Ricky Herpes, y esta fauna, y como dos cerdos que se regodean en la dulce mierda, eufóricos, sucios y felices, mi prima -porque desde hace unos meses es mi prima extraoficial- y quien les escribe nos regodeamos porcinamente, nos bañamos, nos cubrimos de literatura, de copas, de amistad, de consejos –suyos para mí, yo aconsejando soy peor que un asesor de Ana Botella-, de risas, de minutos, horas, semanas, meses, y años, y en esto, ¡hostias!, que es 8 de agosto y la Lara los cumple.

Mañana saldré de fiesta –como mínimo- con David, con José/Soto y con Lara. Creo que también se vendrá el niño Nieto. Celebraremos el cumpleaños de mi prima, nos abrazaremos, disfrutaremos de la noche, nos tomaremos unas copas, reiremos, habrá conversación sórdida y chistes de color verde oscuro, me llamarán Francesillo y yo les recordaré lo que me dijo el miércoles Raúl del Pozo: que no tengo cara de pícaro, sino de “play boy manchego”. Y ellos se descojonarán, a ver.

Ana en Jawalakhel

Conocí a Ana Sepúlveda hace un lustro, la noche en la que rompí o se rompió, más bien, la primera relación larga que yo tuve con una chica -perdón por la obviedad, pero ahora parece que, en este sentido, hay que explicarlo todo-. Me sentía algo depre, pero también bastante animado, con ganas de olvidar discusiones, gritos y el desalojo de un armario, además de ansioso por ligar con la primera fulana que tuviera la osadía de cruzarse en mi lujurioso camino. Mi hermano no carnal, Paco García-Valenzuela, experto desde hace seis años en subir o en bajarme los humos según requiera la situación -y de forma objetiva y adecuada, el bendito cabroncete-, me puso una camiseta de «fucker» -textual- y me engominó el pelo. En aquella tarde, mi amigo Alberto Moreno, alias Huevero, y yo, habíamos quebrado un silencio telefónico que se había establecido sin decreto desde hacía meses. Me propuso salir con unos amigos de un amigo suyo de Periodismo, Enrique Sánchez.

La leche, qué cantidad de grandes amigos que se hicieron o se afianzaron en aquella fecha.

Nobleza obliga a reconocer que tanto Alberto como Enrique me la trajeron floja: Paquillo y yo queríamos cazar y, si bien no nos encontrábamos con un Serengeti plagado de tiernos becerros de búfalo o débiles potrillos de cebra, sí que había material para elegir. Mis reacciones eran intermitentes: cuando me daba el subidón, atacaba a muerte -sobre todo, en la discoteca-; cuando asomaba el bajón, hablaba de Valle-Inclán con una amiga de estos y de Nirvana con Paco Ríos, a quien también conocí en aquél momento. Recuerdo que un amigo -aquí omito el nombre propio, salvo que él solicite que desvele su identidad- le propuso a una rubia serrana y burgalesa –Bea– que hiciera la grulla; los dos se picaron y mi compadre se rió lo suyo de ella, hasta que le soltó una de las mejores hostias femeninas que yo he visto en toda mi vida. No recuerdo de qué hablé por entonces con Ana. Sé que en la discoteca me pareció una monja (porque no quería tema), y claro, uno no salió aquella noche para hacer amigos, sino para jincar. En ese sentido, y por fortuna, me salió el tiro por la culata, aunque sí que me fastidió bastante comerme los mocos. El león llegó a su casa hambriento.

Ana me empezó a caer bien en una fiesta que celebramos en casa de Alberto y de Enrique, en la que acabé descamisado y tocando una guitarra desafinada. El alcohol nos hermanó por un rato -y hay un testimonio nuestro, gráfico y lamentable de aquel guateque, que guardo con gran cariño-. La señorita/señora -señora, tenía novio, y ahora creo que también- Sepúlveda me pareció, y lo mantengo, una guapa soñadora, un poco cursi, inteligente, literaria y, aparentemente, inocente. Yo diría que le empecé a caer bien mucho después, cuando vio que no sacaba con ella los colmillos y las garras, en definitiva, cuando comprobó que para mí no era ningún objetivo sexual, sino una amiga. En aquel momento me traicioné a mí mismo porque, hasta entonces, si yo había tenido alguna vez alguna relación de «amistad» con una chica, siempre había fijado, como objetivo final, llevármela a la cama. Con Ana -y con Bea, y con Lucía, la novia de Álex, y con tantas otras- mancillé mi código ético de vividor/follador, que diría Amador Rivas, para después tirarlo a la basura.

El grupo de amigos de la carrera, el tiempo, las asignaturas, las juergas, Sabina, Cortázar y ahora, Jabois, han mantenido y reforzado mi amistad con Ana. También el sentido del humor. En este campo, establecimos una constitución no escrita, pero cumplida a rajatabla, en la que yo soltaba una burrada y ella, aparentemente, se escandalizaba. Cuando Ana reía, yo decía alguna gilipollez más gorda, más ridícula o más cruel, y ella ponía (o hacía como que ponía) el grito en el suelo o me miraba como dándome por perdido. La penúltima vez que nos vimos me dijo que si ya no era tan canalla. Me sentí defraudado, ¡con lo que ha sío una!

Ana, periodista, hizo prácticas en la emisora de los obispos, huyó de España y se marchó a Londres a servir copas y comida -malísima- a los ingleses y, ahora, vive en la ciudad nepalí de Patan. La última vez que me escribió lo hizo desde el barrio de Jawalakhel, topónimo literario a la altura de Kipling o de Sánchez Dragó (sí, ¿qué pasa?). Me pareció una excusa perfecta para convertir a mi amiga en musa de artículo. Trabaja como reportera en Nepal Television, en un programa que se llama Inspirations. La admiro por su trotamundismo, por su profesionalidad y por su talento y porque, encima, está buena. Menuda mierda, comparado con eso, lo de ponerle los dientes largos con Jabois.

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Yo me bajo en Angrois, ¿y usted?

Mi mente asocia el concepto «tren» más con la música que con la literatura. No he leído ninguna novela ferroviaria en 24 años (los que tengo), exceptuando esos libros de cartón con dibujos, cuando niño, claro, en los que una locomotora de colorines, con ojos y sonrisa Vitaldent, escupía humo rosa y tenía como misión transportar un cargamento de chuches desde Felizlandia hasta Maravillatown para un niño rubio y pecoso o para una niña con coletas. Extraños en un tren, de Patricia Highsmith, o Asesinato en el Orient Express, de Agatha Christie, no forman parte de mi biblioteca. Quizás me esté perdiendo un par de publicaciones de primer nivel, pero en todo caso, si algún lector decide regalármelas, que sepa que los libros se pondrán a la cola de, por ejemplo (y por este orden), de Socorro, perdón, de Frédéric Beigbeder; de Estaba en el aire, de Sergio Vila-Sanjuán, y de Misery, de Stephen King.

Canciones o discos sobre trenes, decía. Bien. Inmodestia aparte, domino hasta la pedantería el Slow train coming de Bob Dylan, un disco publicado en agosto de 1979, primer miembro de su trilogía de LPs cristianos -los otros dos miembros son SavedShot of love-. A mí el gospel no me apasiona ni en las películas de Whoopi Goldberg, pero este CD del cantautor de Duluth (Minnesota) tiene verdaderas joyas del género, como «Gotta serve somebody» o «Man gave names to all the animals» -posteriormente versionada por Joaquín Sabina, con un estribillo que rezaba: «El hombre puso nombre a los animales / con su bikini, con su bikini. / El hombre puso nombre a los animales / con su bikini, ¡qué mogollón!»-. También merece que el aplauso provoque el callo del respetable el tema «Slow train», en la que Dylan se cree Juan Bautista y carga contra jeques, «grandes negociadores, falsos curanderos y misóginos» o «maestros de la fanfarronada», rematando cada estrofa con un «Hay un tren, un tren lento acercándose por la curva».

Más íntima es mi relación musical/ferroviaria con dos canciones del ya mencionado Sabina: «Cuando era más joven» -incluida en Juez y parte, el primer «gran disco» de Sabina, publicado en 1986- y «Yo me bajo en Atocha» -publicada por primera vez en Enemigos íntimos, el disco que sacó junto a Fito Páez en 1998, aunque me quedo con la versión en directo incluida en Nos sobran los motivos, en 2001-. «Cuando era más joven» hizo las delicias de un adolescente que aspiraba a ser Holden Cauldfield pero en manchego. Sabina canta: «Cuando era más joven viajé en sucios trenes que iban hacia el norte«. Yo no sabía que los trenes a los que se refería/refiere el cantautor de Úbeda eran de huida; yo me conformaba con uno que me dejara en Madrid, donde (ay, iluso) me esperaría una vida llena de mujeres, de dinero y de fiestas. Por su parte, «Yo me bajo en Atocha», un «Pongamos que hablo de Madrid» 2.0 y más ferroviario, no hacía otra cosa que confirmar un sentimiento, un presentimiento, llámalo equis: tenía que irme a Madrid cuanto antes, a ser posible, en tren. A Madrid llego en autobús por ser más barato y, en lugar de en Atocha, yo me bajo en Méndez Álvaro. Mis relaciones con los trenes no han sido demasiado íntimas. Los he utilizado en situaciones extremas, en las que la prisa exigía algo más que viajar a 100 por carretera, o en momentos en las que creía que el transporte ferroviario ofrecería más confort en relación calidad/precio que un autobús. Casi siempre he errado en esto. Por ejemplo: no viajen desde Madrid o Ciudad Real hasta Granada en tren. Les costará unos 60 euros (billete de ida y vuelta) y tardarán seis horas; en cambio, el autobús que sale desde Méndez Álvaro hasta Granada vale 32 euros (también ida y vuelta), o valía, y no tarda más de cuatro horas y media en llegar.

Mi relación con los trenes se estrecha con constricción y hasta la asfixia desde el miércoles por la tarde-noche. Olympique de Lyon y Real Madrid juegan un amistoso de verano, Lisandro López le marca el segundo gol al maltratado Adán y el comentarista de Antena 3, Antonio Esteva, informa de que ha habido un accidente de tren cerca de Santiago de Compostela en el que puede haber un alto número de muertos. A mi lado se encuentra Enrique Sánchez, amigo de primera e infógrafo reciente de La Razón. Su madre lo llama por teléfono: cree que ha habido un atentado en Santiago de Compostela. Hacemos zapping por la televisión buscando una información digna sobre el suceso. Descartamos la opción y nos enganchamos a los digitales. Se enciende el piloto rojo mental que te dice: «Mañana será un día de trabajo duro». Me acuesto antes de lo previsto. Pasada la medianoche me llama el periodista Jesús Nieto Jurado: «Francesillo -me dice-, vámonos para Galicia que se está liando parda». Le digo que sí, que estaría muy bien marcharse, pero que imagino que me tocará cubrir el accidente desde la redacción de Libertad Digital, medio en el que trabajo. «Ya van más de treinta muertos, ¿no?», le pregunto. «¿Treinta? Unos huevos. La última cifra asciende a 45», me responde.

El jueves llego puntual a la redacción por primera vez en todo el verano. Hay urgencia de noticias, de novedades, de estar a la que cae, de tener el periódico actualizado al segundo. Pilar Díez, redactora jefe, me dice que busque unas palabras del maquinista, que por lo visto había confesado, por teléfono, que superaba en más de 100 kilómetros por hora la velocidad permitida en el tramo. La pantalla del ordenador es okupada por la web de La voz de Galicia, por la de la Agencia Efe, por la de Europa Press, por la de El Mundo, por la de El Faro de Vigo, y así. En esRadio entrevistan a un consejero de la Xunta y al secretario general del SEMAF, sindicato de maquinistas, Jesús García Fraile. Libertad Digital echa humo, Luis Fernando Quintero investiga las posibles causas del accidente y los periodistas de la delegación gallega nos envían sus informaciones. Yo recojo los testimonios de testigos o de heridos: Tomás López Lamas escribe sin tapujos: «Mi hijo ha muerto»; Ricardo Martínez, vecino de Angrois, describe: «En los vagones había muchos muertos y tuvimos que mover cadáveres para sacar heridos»; Mari, también vecina de Angrois, cuenta en El País: «Vi venir un torpedo enorme de polvo y ruido. Pensé que era el tren, se venía contra mí y me eché a correr».

Como profesional, como persona que, pese a haber estado estudiando cinco años (y pico) Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid, todavía mantiene la ilusión y el gusto por este trabajo/oficio/profesión, lo primero que lamento es el hecho de no poder ser testigo directo de lo que está ocurriendo en Angrois y en Santiago: escribir o informar desde la distancia no es lo mismo que contar in situ lo que tú mismo ves, lo que a ti y solo a ti te cuentan, lo que tú sientes y lo que los personajes allí presentes sienten en un momento tan delicado, terrible y necesario de detallar sin caer en el morbo. Aceptas con resignación y te dejas los cuernos en informar desde lejos, porque es verano y buena parte de la plantilla está de vacaciones, porque tú no lo estás y porque eres una pieza necesaria en la redacción, y punto en boca: son razones más que suficientes para no moverte del lugar en el que te encuentras, aunque escueza.

Tu rol consiste, digo, en tener las noticias actualizadas al segundo, en estar pendiente de todo tipo de declaraciones y comunicados oficiales, en tomar nota del discurso del presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, orgulloso «por la respuesta del pueblo gallego» ante una tragedia tan terrible y quien decreta siete días de luto oficial en Galicia. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, abandona Madrid a eso de las nueve de la mañana y llega pronto a Santiago; en la noche anterior, un comunicado de Moncloa rezaba: «Quiero transmitirle mi más sentido pésame por la pérdida de vidas humanas y cuantiosos daños materiales que ha traído el terremoto que ha tenido lugar esta madrugada en Gansu«. Los usuarios de las redes sociales no desaprovecharon la oportunidad y atizaron, con razón, al Gobierno por este exceso de «copia y pega». Al margen de este error, parece que por fin los políticos están a la altura: buena parte de ellos se desplazan a Santiago -algunos, como el coordinador federal de IU, Cayo Lara, incluso dona sangre-, se celebran (¿celebran?) minutos de silencio en el Congreso y en otras instituciones, se suspenden las agendas. Nobleza obliga, aunque solo sea por esta vez, a felicitarlos.

Mientras, las víctimas mortales se siguen traduciendo en números ordinales: para el político, para el policía o para el periodista es mucho más fácil informar de que 80 personas han perdido la vida, a decir, por ejemplo, que Fulanito de Tal ha fallecido o que Menganito de Cuál, padre de tres hijos, también ha muerto. El goteo de testimonios no cesa pero el estrés no deja paso a la emoción: tienes que estar en alerta constantemente, estás trabajando, tú deber consiste en informar a tu lector, y no puedes permitirte el lujo de involucrarte, con excesos, en el asunto.

Te sientes orgulloso de Galicia y de España. Tú, que te apuntaste a las tesis de Machado -«una de las dos Españas ha de ha helarte el corazón»- o a las de Pérez-Reverte, que viene a decir que somos un país de malandrines. La reacción de los testigos, de los vecinos, del pueblo gallego en general y del español en particular es ejemplar. Sientes envidia sana y te gustaría decir: «Soy gallego, carallo«, porque puedes buscar «Galicia» en un diccionario de sinónimos y encontrarte con acepciones como «solidaridad», «honor», «orgullo» o «dignidad». España, un país tan dado a centrarse en encontrar al culpable y a condenarlo, a picotear entre la carroña, por un día, se olvida de sambenitos y de delaciones y se centra en socorrer a quien necesita socorro. El título de un artículo de Rubén Amón en El Mundo resume perfectamente lo ocurrido: «Si te dice que Caín».

Al día siguiente, viernes, buena parte de los medios señalan sin tapujos al maquinista, Francisco José Garzón Amo, como principal culpable de lo ocurrido. El panorama mediático español no tarda en cansarse de hacer de poli buenoLa Razón se erige líder de la cruzada y hasta se presenta en el barrio en el que vive el conductor, en plan Aquí hay tomate. Libertad Digital adopta una postura prudente. Parece ser que al señor Garzón, de expediente intachable, le gustaba correr con la maquinita. Antes de que ocurriera el siniestro, había dicho que iba muy rápido, a 190 kilómetros por hora; después hablo de 200. A media mañana, el comisario jefe de la Unidad Central de Coordinación de Policía Científica, Antonio del Amo, y el jefe superior de Policía de Galicia, Jaime Iglesias, ofrecen una rueda de prensa. El primero dice que el balance de fallecidos es de 78. Preguntan los periodistas: ¿no habían muerto 80 personas? «Se trataba de fragmentaciones«, explica. Por su parte, Iglesias cuenta que Garzón Amo fue detenido en la tarde-noche del jueves por «imprudencia». En la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, el titular de Interior, Fernández Díaz, viste de riguroso luto junto a Soraya Sáenz de Santamaría y a Cristóbal Montoro. Preguntado por el asunto, Fernández Díaz no cuenta nada interesante. Los que esperábamos alguna declaración que destilara Opus sobre el asunto nos vamos de rositas.

Termina mi jornada laboral del viernes al finalizar la rueda de prensa de Montoro, Fernández Díaz y Soraya (no sé por qué a la vicepresidenta se la llama antes por su nombre que por su apellido, pero es un hecho). Continúo informándome sobre el accidente de Santiago, escuchando más testimonios de heridos/supervivientes/testigos/héroes, pendiente de declaraciones oficiales, atento a la declaración del maquinista y rezando por que no aumente el número de fallecidos, que asciende a 79. Desde el miércoles, cuando digo tren no digo Dylan o Sabina, sino accidente ferroviario de Santiago. Yo creo que el cantautor jienense, tan dado a escribirle versos a la actualidad, ya está tardando en marcarse un poema o en componer una canción de las buenas sobre el tema. «Yo me bajo en Angrois, ¿y usted?» no me parece un mal título.

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La ilusión de Valderas

Cambio de planes. Quería que este artículo se llamara “El gran masturbador”, robándole el título al famoso cuadro de Salvador Dalí, y referirme al presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, quien anoche le hiciera a su consejera Susana Díaz, licenciada en Derecho tras una década de codos clavados, suspensos frustrados y aprobados balsámicos, el mayor dedo –político, malpensados- de su vida. Dedócratas del mundo, ahí va una nueva “miembra”, que diría Bibiana Aído.

Pero voy a pasar del asunto. Reincidir en la proclama “PSOE y PP, la misma mierda es” –debería decirse “son”, pero no rima- me aburre como una comedia de matrimonios de José Luis Moreno. Repetirse es pecado salvo que seas Umbral, y corro el riesgo de utilizar metáforas o ideas de las que empleé ya con cierto presidente regional y con cierta alcaldesa, blanco y en botella, para qué decir nombres, si todos sabemos de quiénes hablo.

En esta ocasión, quien me ha subido la bilirrubina ha sido el vicepresidente de la Junta andaluza, Diego Valderas, albañil, camarero, repartidor de butano y bodeguero antes que político –a diferencia de Susana Díaz, a quien no se le conoce ninguna otra actividad laboral previa-. El comunista fue entrevistado en la noche del miércoles en Hora 25 y se mostró encantado y feliz con el dedazo griñanesco: “Se abre un tiempo ilusionante con cambios desde la estabilidad”. Esto lo suelta Ana Mato y revienta una piñata de confeti en pleno estudio.

Desayunando en el Ritz a finales de mayo, Valderas dijo que alguna vez había dormido en el metro. Los sillones del Parlamento andaluz son mucho más cómodos que los metálicos bancos de los andenes. Izquierda Unida, que otrora criticara los ‘dedazos’ de Aguirre con González –venga, ya sí que digo nombres; qué frustración de artículo- en la Comunidad de Madrid y Gallardón con Botella en el consistorio de la capital de -¡TOQUE DE CORNETA!- España, coge el tubo de vaselina y le aplica un poco en el sepulcro blanqueado andaluz, que decreta leyes antidesahucios con la mano izquierda mientras que con la diestra tiembla al ritmo de las sentencias de la juez Mercedes Alaya, arqueóloga de los ERE fraudulentos.

Cayo Lara pide elecciones generales anticipadas en el Congreso de los Diputados mientras Valderas las descarta a nivel autonómico, porque “lo importante es la política y hemos apostado por la normalidad y la estabilidad” y entendiendo, además, que Susana Díaz hiciese “los cambios que considere oportunos”. Las peticiones de democracia interna/externa, como los yogures que ingiere Cañete, han caducado para los comunistas andaluces –nobleza obliga a decir que Gordillo y Cañamero pensarán algo muy distinto-. PP y PSOE la misma mierda es –son, leches, son-. IU-Andalucía parece un ejemplar de la misma especie. Bob Dylan canta en “Rainy Day Women 12&35” que “todo el mundo debería ser apedreado”. Qué genial el de Duluth, oyes.

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